Nunca imaginé que me
costaría tanto abandonar esta morada, la misma que fue el hogar de mis mayores.
Esta pesadumbre me abate y, en mi tristeza ya ni sé que atuendos me llevaré.
Perdido, empaco pesados ropajes de invierno junto a coloridas ropas de baño y miro
con estupor esa valija abierta sobre la cama. Aunque enorme, me parece pequeña
para llevar en ella toda una vida de vestimentas.
No he querido abrir las cortinas y, pese a que
el sol se escurre entre sus frunces, le digo adiós al dormitorio. En su
penumbra vuelvo encontrar las sombras de mis padres entre los rincones y los
recuerdo. Sí, los revivo con un deseo loco: quiero que me consuelen como antaño
y que me abracen sus espíritus.
Al notar tu lado de la cama desocupado vuelvo
a sufrir estos meses de discusiones, furias y razonamientos. Hasta que, vencido
por los rescoldos de mi amor por vos, llegamos a un acuerdo. Me horroriza el
solo pensar la soledad sin retorno de esta casa. Por eso la venderé y, aunque
no corresponda, te proveeré de otra. Pero aun así, sentí el abandono con un asombro
sombrío.
Ayer, te conociste tan
libre y tan entusiasmada con tu aventura que, previsora, empacaste cada una de
tus prendas, y ya ni siquiera te encontré esta mañana al despertar.
Rengo por su peso,
dejo el equipaje junto a la escalera y recorro los demás dormitorios. Me despido
de ellos con añoranzas mientras mis pasos resuenan en el entablonado de sus
pisos. La lejanía de mi memoria rescata como apagados murmullos las risas y los
juegos con mi hermano. También, aquellos divertidos combates fratricidas que
terminaban en su mentiroso llanto, mediante el cual me acusaba con nuestra
madre. Hoy, le perdono cualquier argucia de la niñez y, con alegría, le palmeo la
espalda en ese cielo que habita.
Cierro los ojos y, con desesperación, tapo con
las manos mis oídos. Cercanas, me aturden las carcajadas de mis hijos que,
aunque felizmente casados, porfío en recordar aquí. Aquí donde los he visto crecer,
aquí donde los oí lloriquear, aquí… Aquí, en esta casa que es la suya y donde
espero con disimulo sus visitas. Esas que se perderán en el tiempo, al no estar
para recibirlos.
Con los hombros gachos
y desequilibrados por la valija que me esclaviza como una BlackBerry anillada a mi tobillo, me arrepiento de no haberlos
prevenido. Pero, fue parte de nuestro acuerdo el separarnos sin avisar. Ay
Catalina…, a lo que me ha obligado nuestra insania.
Pretendo desayunar,
mas sin la electricidad y la heladera desocupada, no lo puedo hacer. Ni
siquiera un té logro preparar ya que tampoco hay gas. Molesto, reviso esas
alacenas expurgadas y, con una sensación de triunfo, me contento con tres
galletitas que encuentro en el fondo de un frasco. Secas, las trago con un vaso
de agua que, me extraña, aun corra olvidada.
Atravieso la puerta,
la cierro, y el sonido de la cerradura se agiganta definitivo, como el de una
losa al tapar una tumba. Un taxi me lleva al hotel mientras rememoro nuestro
amor que, silencioso, se desperdició disipado, al igual que la efímera niebla
de la mañana.
Mutilado en mi alma,
no me importan los ojos del chofer que me espían desde el espejo y que, sin consuelo,
me ven al fin llorar, llorar y…, llorar…
Carlos Caro
Qué bella despedida. No sólo decir adiós de la casa, de las cosas que en ella se guardan, sino también de los recuerdos que se esconden en cada rincón.
ResponderEliminarMe lees perfecto Ana, ¿será por tu profesión? Un beso.
ResponderEliminarPrecioso Carlos, enhorabuena!!!!
ResponderEliminarGracias Soledad, el que tan solo me visites me inspira. Un beso.
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