31 de mayo de 2015

Nacimiento complicado



Bajé corriendo las escaleras, salí dando un portazo por el apuro y, mientras me acomodaba, me llegó como eco el grito de fastidio de mamá. Viajaba con Don Arturo en su viejo automóvil, iba aterrado dados mis pocos años y por apenas conocerlo ni siquiera lo tuteaba. La ruleta familiar había girado para elegir entre sus miembros a los que emprenderían la aventura. Si bien sabía que era un pariente, nuestro frondoso árbol familiar me desconcertaba y nunca terminé de entender a qué rama pertenecía.

Tenía abuelos con hermanos y primos al igual que mis padres. Pululaban los tíos y primos verdaderos junto a los apodados así por no ubicar su genealogía y, algunos de todos estos para completar el berenjenal, tenían hijos. Precisamente, nuestra misión tenía que ver con el embarazo avanzado de la prima Clarita.

Nadie me explicó nada, pero escuchando escondido detrás de las puertas entreabiertas, parece ser que la comadrona se quejaba de que el bebé venía de “cola” y, por el tono, deduje que eso no era nada bueno. Dos veces lo había acomodado tras mucho trabajo y el muy diablo se giró nuevamente poniendo en peligro su alumbramiento. Esto me asustó y entendí que parte de nuestro objetivo era sagrado. No dejaría de traer agua bendita para santificar al satánico bebé de Clarita.

Partimos temprano, en cuanto hubo luz suficiente; sin embargo pareció que jugábamos al pimpón con las calles de la ciudad ya que, tropezábamos una y otra vez con ellas: que la una era contramano, que la otra un callejón sin salida y por las demás, regresábamos al principio. Lo miré fijo a Don Arturo evaluándolo ¿Sería tan viejo, que la ciudad había cambiado tanto?

 No. Me dije interiormente que las dificultades se debían al maleficio de ese demonio que nos impedía salir en pos de nuestro objetivo, de modo que le conté todo a Arturo y con la confianza de mi oficio de monaguillo le indiqué que rezando dos Padres nuestros y un ave María romperíamos el sortilegio. Yo los recité con la voz aflautada por la emoción en tanto que él movía sus labios en silencio mientras conducía. Quizás solo fingió murmurar, riendo para sus adentros, pero al fin tomamos la ruta buscada.

Era tan remoto nuestro destino que llenó el tanque de combustible en la primera estación de servicios que encontró. Aprovechamos también para comer unas galletitas (en la necesidad ni siquiera habíamos desayunado) y tomar una Coca-Cola, bueno…, yo tomé y al rato debimos parar de urgencia en el camino para, con bochorno, regar los pajonales de la banquina oculto tras las puertas abiertas del vehículo en prevención de que pasara alguien.

Después, la vergüenza se me pasó pues también nos detuvimos por agua para el radiador que la evaporaba soplando, amén de cambiar una cubierta pinchada por el esfuerzo. Por fin tras muchos kilómetros de distancia (¡Cien!), llegamos al mediodía al pueblo de San Javier y, preguntando aquí o allá, ubicamos a Doña Adelaida. La misma era una especie de partera Decana de la región y con seguridad nos podría sugerir alguna cura o consejo para el caso que nos ocupaba. Después de esperarla más de una hora, llegó de sus visitas, nos hizo pasar y Arturo le relató el encargo de la otra partera. Con una sonrisa para relajar nuestra ansiedad, nos indicó que le contestáramos a ésta que una hora antes de poner en posición al niño le diera de beber a la futura madre un té de hierbas que ella misma nos prepararía.

Cuando la vi seleccionar los ingredientes, no pude más de la angustia y le conté que el niño quizás fuera infernal y le pedí que hiciera el té con agua bendita. Me miró seriamente y con una reconfortante palmadita en la mejilla me dijo que ella todo lo preparaba con agua bendita. Dándose vuelta abrió un grifo común de agua, llenó un jarro y lo puso a calentar. Cuando advirtió mis ojos de desconcierto, me aclaró riéndose, que ella para abreviar hacía bendecir directamente todo el tanque de agua del lugar.

Regresamos al atardecer. Arturo esperaba que entrara en casa para seguir, pero salió mi hermanito y con gritos de excitación nos indicó que todos habían corrido a la Clínica Santa Inés junto a la parturienta. Salimos disparados para allá, el automóvil se transformó en un noble corcel y yo en un caballero que ayudaba a las princesas. Nada pudo el oscuro contra nosotros. Yo sentía brillar el frasco con el té de agua bendita y tal era su poder, que todas las calles se hicieron rectas y ni una sola esquina debimos doblar.

Al llegar, junto con los frenos se oyeron mis pasos que corrían; llevaba en alto el frasco sanador como una antorcha milagrosa que alejaba a las tinieblas. Ni sé en qué piso me atajó papá y escuchó mi historia balbuceada con ahogo, también con una semisonrisa preocupada me revolvió el pelo con cariño y, orgulloso, me agradeció como a un hombre adulto la dedicación y responsabilidad demostrada, pero había llegado tarde y el bebé había nacido por una operación cesárea.

Me condujo hasta una habitación cuya puerta tocó muy despacio, apareció la madre de la prima que puesta en conocimiento por papá, me permitió pasar para ver al niño y me recomendó silencio pues la joven dormía exhausta. El niño era precioso, rosado y, gracias a Dios, no tenía cuernos ni pezuñas, aunque por las dudas, le mojé toda la cabeza con el té de agua bendita.

Volví a casa caminando contento y silbando, relajado tras el episodio vivido. Aunque no pienso contarle al cura Romero del agua bendita ni del sopapo con que me sacudió la cabeza la mamá de Clarita.


Carlos Caro

Paraná, 11 de mayo de 2015 
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