Enfermo, mi entorno se
estrecha cada día en gotas que al caer infinitas, horadan mi substancia. Sin
embargo, mi mente porfía, se expande y justifica mi existencia. Donde no pueden
ya llegar mis pasos, ella lo imagina y recorre. También ha abierto las puertas
de la memoria y vuelvo a sentir cada momento de dicha.
Viejo y agotado,
descubro con sorpresa y agradecimiento un universo de ideas allí, pero no me
equivoco, mi carne está rota y aniquilada. Lo único que la mantiene unida es mi
alma. Ella presiente el final de su prisión e intenta escapar, puja cortando
los puntos que mantienen unidos los bordes de mis heridas. La muerte le ha
dejado oler su aroma de eternidad y quiere cruzar el último umbral. Me creí
preparado. Mas el dolor y la agonía de abrirme para liberarla me atemorizan.
Cada ataque me ahoga, el corazón se dispara y el pánico me obnubila haciéndome
creer que la dama de negro vela y sostiene mi mano. Luego, más tranquilo,
desaparece solo imaginada. La Biblia, el Corán y el Buda no me han servido,
tampoco el Majabhárata o el Talmud. Todas son letras que han intentado explicarlo
durante la historia. Esa, mi alma, que ha instruido a mi conciencia, me resulta
tan conocida por ello que la confundo, la enredo y la vuelvo a enamorar de la
vida. Mi vida.
Cierro los ojos y
hecho volar con plumas de colores en un cielo diáfano; la hago caminar y bailar
sobre un rayo de sol; mas adelante, lleno el paisaje con nubes de algodón y
rebotamos de una en otra hasta que las enojo con rayos y truenos para poder ofrecerle,
desde mi memoria, el mejor arcoiris después de aquella refrescante lluvia. Nos
deslizamos por él como por un tobogán y terminamos tendidos en el césped de un
prado lleno de pequeñas flores azules.
Allí, le cuento de mi
infancia llena de raíces arrancadas de cada lugar donde se afincarían mis
padres, de compañeros de las diferentes escuelas primarias que la fantasía
confunde entre las fotos, de mi adolescencia afiebrada, pero que escondía mucha
soledad elegida para reflexionar. De cuando conocí la pasión, le recuerdo cómo
el mundo se hizo maravilloso y mágico. La infinitud duraba lo que un beso y un
suspiro delataba al anhelo. También le relato cómo un día se transformó en
amor, duro como el cristal para soportar los golpes del tiempo, inextinguible y
trascendente en mis hijos y nietos.
Mi voz ha sido un
arrullo que como un embeleso desvía la atención del alma de la mortalidad.
Aunque no conozca por qué ¿Qué otra razón habría para su encarnación que no
fuera el aprender? Termino el encanto tentándola con nuevas experiencias para
los años venideros.
Siento que me mira
somnolienta y, benevolente, parece asentir. Su eternidad no notará si la retoma
un poco más tarde.
Carlos Caro
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