22 de mayo de 2015

Camalotes y hedor



Me enteré de la relación lejana e intermitente con Don Bemberg a través de su sobrino. Con éste compartíamos con dificultad la habitación de una pensión y, mientras yo me atenía esclavizado al horario de comercio, Marcelo recorría un delirante calendario de clases y parciales en la facultad de Filosofía y Letras, cosa que lo hacía culpable y mentiroso, ya que su tío, quien lo mantenía desde hacía mucho tiempo, pensaba que cursaba Arquitectura. Este último, se había hecho cargo de él tras la selvática muerte de sus padres, que en ese rincón del mundo podría haber sido provocada por una epidemia, por una picadura ponzoñosa o por alguna toxina letal de un fruto desconocido.

A Marcelo la situación se le hacía cada vez más problemática ya que con los años, el engaño había adquirido proporciones ridículas. Por eso, al relatarme su inquietud por la falta de noticias de ese tío, le propuse que viajara a visitarlo durante el próximo fin de semana largo. Le aconsejé también que tal vez debía aprovechar para sincerar su situación.

 Ante su cara de espanto, argüí que la situación no daba para más y que en cualquier momento le estallaría entre las manos. Recuerdo las horas que discutimos y sólo cedió cuando le prometí acompañarlo. Durante aquel frío invierno, a dedo, afrontamos los más de mil kilómetros hacia el norte.

A medida que nos acercábamos al trópico, la temperatura creciente nos desvistió de abrigos y la tierra se volvió extrañamente colorada, como si guardara la sangre de sus difuntos y devolviera sus huesos. Esta característica había marcado antaño la zona guaraní y la selva.

Desde allí seguimos por caminos vecinales custodiados por ordenadas y uniformes filas de pinos. Sin embargo, todavía se podía oír el eco mágico de la selva avasallada. De sus sombras llenas de vida y muerte. No importaron los bellos mitos de amor o los terribles escritos de locura; se necesitaban tablas para construir y celulosa para papel.

Para quien no conociera esas tierras, el clima era un desquicio y los caminos se habían adaptado a la incertidumbre. En efecto, llovía todos los días como si fuera la última vez y el cielo se vaciaba de agua. Generalmente en la caja posterior de un camión o camioneta, nos encontraba el diluvio anegando el camino que terminaba transformado en una laguna donde los camalotes lucían, navegando, sus espléndidas flores lilas.

 La cortina de lluvia cesaba tan rápido como había empezado y, en poco tiempo, por escurrimiento o evaporación se seguía por donde estuviera más seco. Pese a este zigzag errante, por fin divisamos el viejo aserradero. Recuerdo que de tan lavado por la lluvia, sus paredes de madera se veían tan grises como el pelo encanecido y todo el lugar daba una sensación de abandono. No así la casa cercana, perfectamente arreglada y pintada de verde que parecía esperarnos.

Marcelo tenía algún vago recuerdo del aserradero, pero ninguno de la casa, de modo que tocó a la puerta con resquemor. Franz, que nos estaba vigilando, abrió de inmediato y preguntó por nuestra identidad. Al reconocer a un Bemberg en Marcelo, toda su prudencia se transformó en alivio y quizás, pensando que podríamos escapar, nos hizo pasar enseguida.

Como ya anochecía, nos sentamos en el comedor y nos sirvió un guiso de carne de buey y mandioca que devoramos mientras nos refería las noticias. Don Bemberg había muerto de manera horrible tres semanas atrás y él, que era el capataz, había hecho lo imposible para encontrar a Marcelo sin éxito y por eso, había detenido el aserradero. Sin embargo, al ser éste el heredero, podría usar el dinero que estaba en el banco y ponerlo a funcionar de nuevo, ya que veinte familias dependían de ello. Terminó colocando una pila de libros contables sobre la mesa.

Marcelo quedó perplejo y pensativo. Quiso hacer mil preguntas, pero al verme cabecear de cansancio en la silla, le pidió al capataz que me acomodara para dormir un poco en el único dormitorio.

No sé de qué se habló esa noche, sólo recuerdo sus murmullos que me provocaron pesadillas: la imagen de la mano de Bemberg, mordida por una serpiente venenosa, dos peones sobre él para inmovilizarlo, otro que con un lazo le estira fuerte la mano hinchada y herida sobre una tabla y Franz, frenético, que con un hacha se la cercena de cuajo como remedio desesperado. También recuerdo sensaciones: en este mismo dormitorio, por el veneno y la gangrena, siento el acre olor de la carne corrupta de una muerte innoble e inmerecida.

Al amanecer me despierta Marcelo. Pálido y ojeroso, me explica que debe quedarse un tiempo para arreglar las cosas. Le ha pedido a Franz que me acerque con el camión del aserradero hasta el pueblo y me entregue algo de dinero para regresarme en autobús. El volvería en cuanto le fuera posible.

Hace años que mantuve esa conversación y nunca más supe nada de Marcelo. Sin embargo, cada vez que el gran río se hincha con la creciente, vuelvo a recordar aquella aventura. La recuerdo en las islas de camalotes iguales a las que se interponían en sus cambiantes caminos y en el inolvidable hedor que arrastra, ese, el de la muerte malsana en aquel fronterizo dormitorio.



Carlos Caro

Paraná, 24 de abril de 2015
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1 comentario:

  1. Magistral, Carlos. La historia atrapa desde la primera línea y no se puede dejar hasta el punto final. Me encantan tus descripciones. Vas a conseguir que coja un avión y me plante en Argentina para recorrérmela de arriba abajo, o no, porque con tus cuentos es como si estuviera allí. Un beso, Carlos

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