Me
enteré de la relación lejana e intermitente con Don Bemberg a través de su
sobrino. Con éste compartíamos con dificultad la habitación de una pensión y,
mientras yo me atenía esclavizado al horario de comercio, Marcelo recorría un
delirante calendario de clases y parciales en la facultad de Filosofía y Letras,
cosa que lo hacía culpable y mentiroso, ya que su tío, quien lo mantenía desde
hacía mucho tiempo, pensaba que cursaba Arquitectura. Este último, se había
hecho cargo de él tras la selvática muerte de sus padres, que en ese rincón del
mundo podría haber sido provocada por una epidemia, por una picadura ponzoñosa
o por alguna toxina letal de un fruto desconocido.
A
Marcelo la situación se le hacía cada vez más problemática ya que con los años,
el engaño había adquirido proporciones ridículas. Por eso, al relatarme su
inquietud por la falta de noticias de ese tío, le propuse que viajara a visitarlo
durante el próximo fin de semana largo. Le aconsejé también que tal vez debía
aprovechar para sincerar su situación.
Ante su cara de espanto, argüí que la
situación no daba para más y que en cualquier momento le estallaría entre las
manos. Recuerdo las horas que discutimos y sólo cedió cuando le prometí
acompañarlo. Durante aquel frío invierno, a dedo, afrontamos los más de mil
kilómetros hacia el norte.
A
medida que nos acercábamos al trópico, la temperatura creciente nos desvistió
de abrigos y la tierra se volvió extrañamente colorada, como si guardara la
sangre de sus difuntos y devolviera sus huesos. Esta característica había
marcado antaño la zona guaraní y la selva.
Desde
allí seguimos por caminos vecinales custodiados por ordenadas y uniformes filas
de pinos. Sin embargo, todavía se podía oír el eco mágico de la selva
avasallada. De sus sombras llenas de vida y muerte. No importaron los bellos
mitos de amor o los terribles escritos de locura; se necesitaban tablas para
construir y celulosa para papel.
Para
quien no conociera esas tierras, el clima era un desquicio y los caminos se
habían adaptado a la incertidumbre. En efecto, llovía todos los días como si
fuera la última vez y el cielo se vaciaba de agua. Generalmente en la caja
posterior de un camión o camioneta, nos encontraba el diluvio anegando el
camino que terminaba transformado en una laguna donde los camalotes lucían,
navegando, sus espléndidas flores lilas.
La cortina de lluvia cesaba tan rápido como
había empezado y, en poco tiempo, por escurrimiento o evaporación se seguía por
donde estuviera más seco. Pese a este zigzag errante, por fin divisamos el
viejo aserradero. Recuerdo que de tan lavado por la lluvia, sus paredes de
madera se veían tan grises como el pelo encanecido y todo el lugar daba una
sensación de abandono. No así la casa cercana, perfectamente arreglada y pintada
de verde que parecía esperarnos.
Marcelo
tenía algún vago recuerdo del aserradero, pero ninguno de la casa, de modo que
tocó a la puerta con resquemor. Franz, que nos estaba vigilando, abrió de
inmediato y preguntó por nuestra identidad. Al reconocer a un Bemberg en
Marcelo, toda su prudencia se transformó en alivio y quizás, pensando que
podríamos escapar, nos hizo pasar enseguida.
Como
ya anochecía, nos sentamos en el comedor y nos sirvió un guiso de carne de buey
y mandioca que devoramos mientras nos refería las noticias. Don Bemberg había
muerto de manera horrible tres semanas atrás y él, que era el capataz, había hecho
lo imposible para encontrar a Marcelo sin éxito y por eso, había detenido el
aserradero. Sin embargo, al ser éste el heredero, podría usar el dinero que
estaba en el banco y ponerlo a funcionar de nuevo, ya que veinte familias
dependían de ello. Terminó colocando una pila de libros contables sobre la
mesa.
Marcelo
quedó perplejo y pensativo. Quiso hacer mil preguntas, pero al verme cabecear de
cansancio en la silla, le pidió al capataz que me acomodara para dormir un poco
en el único dormitorio.
No
sé de qué se habló esa noche, sólo recuerdo sus murmullos que me provocaron
pesadillas: la imagen de la mano de Bemberg, mordida por una serpiente
venenosa, dos peones sobre él para inmovilizarlo, otro que con un lazo le estira
fuerte la mano hinchada y herida sobre una tabla y Franz, frenético, que con un
hacha se la cercena de cuajo como remedio desesperado. También recuerdo
sensaciones: en este mismo dormitorio, por el veneno y la gangrena, siento el
acre olor de la carne corrupta de una muerte innoble e inmerecida.
Al
amanecer me despierta Marcelo. Pálido y ojeroso, me explica que debe quedarse
un tiempo para arreglar las cosas. Le ha pedido a Franz que me acerque con el
camión del aserradero hasta el pueblo y me entregue algo de dinero para
regresarme en autobús. El volvería en cuanto le fuera posible.
Hace
años que mantuve esa conversación y nunca más supe nada de Marcelo. Sin
embargo, cada vez que el gran río se hincha con la creciente, vuelvo a recordar
aquella aventura. La recuerdo en las islas de camalotes iguales a las que se
interponían en sus cambiantes caminos y en el inolvidable hedor que arrastra,
ese, el de la muerte malsana en aquel fronterizo dormitorio.
Carlos
Caro
Paraná,
24 de abril de 2015
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Magistral, Carlos. La historia atrapa desde la primera línea y no se puede dejar hasta el punto final. Me encantan tus descripciones. Vas a conseguir que coja un avión y me plante en Argentina para recorrérmela de arriba abajo, o no, porque con tus cuentos es como si estuviera allí. Un beso, Carlos
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