Yo vivía en el pueblo.
En realidad era un conjunto de edificios que se amontonaban junto a un mar
frío, tranquilo y alejado. Más que de agua parecía de plomo líquido que, de tan
pesado, con desgano, formaba algunas ondas.
Había logrado huir de
él en mi adolescencia, pero el “por favor” del abuelo me trajo de nuevo para
ayudarlo en su casa de comidas. No entiendo ni siquiera la mera existencia de
este lugar. En Bahía Desierta, no hay pesca ni turistas, solo viejas casas
deslucidas por el tiempo que las va desmoronando sin piedad. Ladrillo por
ladrillo, tabla por tabla y teja por teja.
Entre tanta desolación
y, para variar ese destino, tomé el puesto de ayudante en el faro. Al caer el
sol y ya atendidos los pocos clientes que comían en el negocio del abuelo, me
abrigaba como para ir al polo y partía en mi motoneta hacia aquel faro. No
estaba lejos, pero si se levantaba la niebla demoraba horas en llegar.
En general, cuando arribaba,
ya lucía en lo alto su ojo de cíclope que, con una claridad cegadora, giraba
vigilante sin descansar. La sirena sonaba, sonaba, sonaba, y me recibía en la
casa de su base, mi empleador: Otto. Se las daba de antiguo navegante con su
poblada barba gris y sus eternas botas de goma que lo contradecían, pues jamás habían
tocado agua. En esas largas noches, me entretenían sus imaginarias historias
náuticas y yo escondía, con disimulo, mis risas ante sus mentiras pues conocí a
verdaderos marinos, esos que más allá de su lengua, convirtieron al mar en su
patria y que, en tierra, caminaban como pisando huevos al faltarles la hamaca
de sus olas.
Entre esas
divagaciones, la sirena sonaba, sonaba, sonaba,
Otto me contó el origen del faro. Antes, un rico comerciante pasó en su
yate por estas costas. Sin luna, lo atrapó la densa bruma que traían lo gélidos
témpanos y que, traicioneros, se escondían tras ella. No pudo evitar la
desgracia y, aunque él nadó aterido hasta salvarse, toda su familia se ahogó en
el naufragio.
Semanas tardó en
recuperar la salud, pero su mente quedó insana y repetía sin fin la tragedia.
Decidió así evitarles a otros esa agonía y mandó construir el faro. No un faro
común, que advirtiera con su luz, sino otro especial, al que dotó con una
fuerte sirena que sería escuchada aún en las más oscuras y escondidas noches.
Cuando lo terminaron,
regresó para ajustar el tono exacto del sonido que deseaba. Durante días y
noches, cada treinta segundos, convirtió poco a poco a la sirena en su propio
grito de congoja que, como homenaje, lloraría perpetuo su dolor.
Cuando ya llevaba unos
seis meses en mi puesto, la voz de Otto cambió de pronto y, con temor, me dijo:
—Será esta noche, ya es la fecha
— ¿La fecha de qué?,
¿qué será? — lo interrogué sorprendido
—Nada, nada. Si mañana
quieres irte como los anteriores ayudantes, no me opondré— dijo misterioso
Tan sombrío era su
rostro que esperé en silencio y expectante, oyendo acostumbrado a la sirena,
sonar, sonar y sonar.
—Allí, allí están, ¿las
ves? — me preguntó cómo si dudara de su
razón
Miré, y efectivamente
cada giro de la luz mostraba diferentes estelas en el agua que se dirigían
hacia nosotros.
—No sé por qué, pero
parece que en esta fecha, el faro con su sonido las llama— trató de explicar
Otto.
Mil preguntas se me
ocurrieron, pero a todas olvidé cuando oí su coro. El estruendo de la sirena
llamaba, llamaba, llamaba, y las sirenas contestaban con dolor. A veces muchas
y otras solo alguna que, con una hermosa voz de soprano, elevaba su arrepentimiento
hacia las estrellas. Alucinado, vi sus largas cabelleras, sus espléndidos pechos
y presentí sus ocultas colas que pertenecían a Neptuno. Como Ulises, enloquecí.
La sirena sonaba, sonaba, sonaba porfiada, y las sirenas, ahora hechiceras me convocaban.
Por la mañana imaginé
que había sido un sueño. Sin embargo, Otto no estaba. Bajé los ochenta
escalones, lo busqué en la casa y luego afuera. Tropecé asustado contra piedras
y rocas, pedí ayuda en el pueblo y más tarde, encontramos sus botas solitarias
y secas al borde del farallón.
Ha pasado mucho tiempo
y desde entonces tomé como una obligación, su lugar en el faro. Algunos
creyeron que se había marchado en silencio, aburrido del empleo, pero yo creo
que me salvó y dejó que se lo llevaran en mi lugar.
Y la sirena llama,
llama, llama…
Carlos Caro
Paraná, 28 de junio de
2015
Descargar PDF: http://cort.as/VKB_
Estaba pensando en como Ulises tuvo que amarrarse al mástil para no ser atraído por las sirenas. En este caso ha sido el farero el que ha salvas al protagonista. Maravilloso, como todos tus relatos, con ese lenguaje contenido. Un abrazo, Carlos
ResponderEliminarCreo que Homero se bebe revolver en su tumba ante tanto plagio de su obra jajaja. Gracias Ana, un beso.
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