Hoy recibí una carta
de Manuel. Durante años intenté en vano reencontrarlo. Molesté a amigos mutuos
que, al hacerlo, lo recordaban con un dejo de nostalgia, pero negaban con su
cabeza. Insistí, con diferentes variantes, persiguiéndolo con el buscador de Facebook.
Aunque sabía de su rechazo por las relaciones en la red, pensé que la vejez lo
habría arrinconado en la soledad y, sin desfallecer, lo buscaba entre los
amigos comunes de mis nuevas amistades.
Al revisar el sobre,
como una reliquia del pasado, se me escapa una sonrisa al advertir su porfía.
Lo siento como un regalo largamente esperado y me entretengo dándole vueltas
sin atreverme a abrirlo. Ese estuche de papel rejuvenece entre mis manos y
perdido en su blancura lo vuelvo a ver en aquellas vacaciones.
Aburridos de veranear
con las familias, decidimos realizar un viaje al noroeste del país. Escasos de
dinero, partimos de madrugada en su motocicleta y el amanecer nos confirmó que
la ruta era la acertada. Sin carteles indicadores dependíamos de un precario
plano de caminos y de mi mágico sentido de la orientación (nunca le confesé de
la pequeña brújula que escondía en el bolsillo).
Entre la ida y la
vuelta eran más de dos mil kilómetros que fatigaríamos en apenas quince días,
pero ya se sabe: la juventud es tan loca
como omnipotente. Nos sentíamos un caracol sobre el asfalto, no solo porque la
cantidad de bártulos nos hacía parecer como si lleváramos la casa cuestas, sino
que la ansiedad alargaba la distancia y, engañados como lentos, no terminábamos
nunca de recorrerla.
Las noches se hicieron
frías en la carpa, y a los días lo fue resquebrajando el sol con su potencia
tropical. Primero llegamos a la ciudad de Salta, que nos sorprendió por sus
bellos y cuidados edificios coloniales, así como por las profundas diferencias
en su sociedad. En contraste con el resto del país, el norte recibió escasos
inmigrantes, de modo que pocas familias, tan antiguas como la iglesia católica
en América, formaban con ésta un extraño patriciado que defendía fieramente sus
feudos y privilegios.
Con los Andes al oeste
y la llanura chaqueña al este, esta
provincia posee todos los climas, todas las faunas y todas las floras. Seguimos
subiendo en el mapa hasta alcanzar el hito que marca el trópico de Capricornio.
Miramos desde allí el
tupido monte que, como muralla, y junto a los “Infernales” del general Güemes, defendieron
la frontera con el Alto Perú durante la emancipación. Un escalofrío nos
recorrió la espalda al imaginar, como un eco del pasado, las cargas suicidas de
aquellos valientes gauchos.
Sus cabalgaduras,
provistas de guardamontes de duro cuero parecían tener las alas de “Pegasos”
autóctonos. Sus jinetes, alienados por
el frenesí del combate, atravesaban esa barrera de espinas para caer aullando
como demonios sobre el contrario. Sembraban muerte y desaparecían cual fantasmas
entre nubes de polvo. Una y otra vez, sin descanso ni tregua, hasta que el
oponente huía despavorido pensando eran los hijos del diablo que salían desde
el mismo infierno.
Nos dispusimos a
seguir al oeste en un silencio respetuoso por el gran General. Ese, que consciente
de ser hemofílico fue siempre al frente y terminó desangrado y muerto por el
roce certero de una bala asesina.
Debimos reemplazar
nuestra carga por litros y más litros de agua antes de atravesar las Salinas Grandes.
Esa inmensidad lúcida de sal, cegó nuestros ojos y su aliento alienígeno nos deshidrataba
sin piedad. El horizonte reverberaba y hasta nos pareció ver algún espejismo de
verdes. En ese trance, dudamos que hubiera sido un increíble y arcaico mar,
pero el regusto salado en la boca nos lo confirmaba.
Al fin, el desierto inmaculado
se tornó en la aridez de un desierto polvoriento ya en la provincia de Jujuy.
Sin embargo, al llegar a Humahuaca nos sorprendió el arco iris. Éste no estaba
en el cielo sino en las capas de tierra que, con diferentes colores, exhibían
las laderas de la quebrada. Pese a su aspereza, esa tierra proveía el sustento
diario, y por eso nos contagió el misticismo de los indígenas por ella. La
llamaban Pachamama y era la Madre Tierra, que omnímoda, regía sus vidas. Nos
alejamos atesorando un pequeño frasco que repetía, milagroso, las diferentes
capas de colores y luego revivimos.
Sí, revivimos en
Tucumán entre sus jardines. Custodiados por los Andes enormes se achicó el
horizonte, y reencontramos aquel arco iris en su flora alucinada, en sus
plantaciones interminables de cañas de azúcar y en los alegres ropajes de sus
mujeres.
Apremiados por el tiempo, emprendimos el regreso.
Tristes, habíamos dejado en cada lugar con trozo de corazón. El recuerdo de esa
congoja compartida me golpea, y retorno a mi hoy con añoranzas.
El remitente indica no
solo su nombre, también la dirección de una clínica y un número de habitación. Quizás
en estos breves instantes demoré aquellos quince días en leer el escrito. Al
hacerlo, envejezco todo este tiempo de lejanía y su relato me conmueve y me
espanta.
Mañana…, mañana
partiré a sostener su mano y a devolverle mi afecto en el adiós. Juntos y
compañeros, enfrentaremos a esa villana. Desesperado por retenerlo, con desdén,
le haré un desquiciado desafío al mirarla directamente a los ojos mientras que,
triunfante y despiadada, se lo lleva.
Carlos Caro
Qué relato tan conmovedor. A lo largo de sus líneas, he recorrido Argentina. Me ha parecido ver los bellos edificios coloniales de la ciudad de Salta, la llegada al Trópico de Capricornio y el paso por el desierto. Y esa maravilla de arco iris cuajado de flores. Todo ello para cantar la amistad. Precioso. Felicidades, Carlos
ResponderEliminarEso es lo que intentaba, junto a "Camalotes y hedor" y "Ajedrez" les he mostrado los paisajes de mi país. Gracias, un beso
EliminarMaravilloso relato, Carlos. Como dices, nos muestras tu país con bellas y poéticas descripciones (fantástica la recreación bélica). Además, nos muestras una preciosa amistad que nos emociona con un soberbio final. Realmente conmovedor amigo.
ResponderEliminarTantas veces te respondí hoy, que solo me queda alabar tu gallardía al visitar este tranquilo sitio. Un hasta pronto, entonces.
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