Hoy al fin, le he dado
alas al álbum y vuela. Sube… sube… y sube. Me pierdo en la niebla gris de la
pantalla y recuerdo en cada bit sus fotos. Allí está Celestino, ese abuelo que
no conocí, pero que ahora rescato. Con tiempo, armé su vida pieza a pieza en un
rompecabezas que lo descubre, con sus luces y sus sombras, convertido por su encanto
y por su propio esfuerzo en un bon vivant.
Siempre atildado, de impecable
traje, de smoking (blanco o negro,
según la estación) o de chaquet y
chistera al entregar en matrimonio a una hija. Él me muestra un mundo de amigos
fieles, de lujos tranquilos, de
reuniones sociales y de bailes memorables.
Mantenido por su
hermana hasta terminar los estudios, huyó del Paraguay por un “problema de
faldas”, contó mi tía con voz cómplice y con un edípico hilo de voz, y recaló
en la ciudad de Montevideo, en el Uruguay. Como ella no agregó nada más, lo pienso
perseguido por un iracundo padre ultrajado o una novia engañada con “la otra”. Con
su título de bachiller mercantil, algo de dinero y una pluma sin descanso, logró
abrirse camino en esa sociedad. Sus opiniones aparecían en diversos diarios de
la época y su don de gentes lo rodeó de amistades.
Frecuentaba a políticos,
artistas y poetas; pero galán al fin, prefería a las mujeres más jóvenes y
bonitas. Pareció sentar cabeza al casarse con mi abuela, a la que sí conocí.
Aunque ahora advierto y entiendo su aflicción, su luto sin enviudar y por qué
ni en mi memoria ni en las fotografías aparecen sus sonrisas.
Entonces comienza la
sucesión de imágenes. Se los ve en cenas elegantes, en las playas, en botes y
en el casino de Carrasco. Al tiempo, asoma entre los retratos mi madre a la que
llamó Flora, pensando en las junglas de su país y Elisa para que fuera la ayuda
de Dios. Luego se escurre también la tía. A ella le dio el nombre de Gloria,
por apasionada y de Ester, por aquella bíblica reina de Persia.
El comercio,
finalmente, lo trajo a Paraná, en la Argentina. La ciudad se arrincona sobre el
inmenso río que, en aquel tiempo sin puentes, dependía totalmente de ese camino
de agua. Quiso la suerte, su pericia o las relaciones, que fuera el agente de
la única empresa fluvial. Nada entraba o salía del puerto sin su venia, y ello lo
hizo un referente entre sus pares.
A sus hijas se las ve felices disfrazadas con
guirnaldas de flores o, aunque esa foto falte, mi memoria recuerda a mi madre como
una pequeña Josephine Baker. Negra por el betún, con ese rulo engominado sobre
la frente y con aquel famoso traje de plátanos, hizo reír entusiasta a su
público bailoteando en el Teatro Municipal.
Suben… suben sin pausa,
y lo veo al abuelo gozar de su suerte. Alquila un piso del entonces famoso y
moderno Palacio Bergoglio y erige lejos, una quinta para descansar los fines de
semana. Fútil intento, pues la vida lo lleva y lo trae ocupado, de la oficina a
esa quinta, que será su hogar.
Su molde y
arquitectura es su Paraguay querido. La llena de verdes, de flores y de cántaros.
Las hamacas entretejidas filtran el aire fresco y al abrazar al durmiente no lo
dejan caer. Las vigas de su techo son palmas paraguayas y sus tejas son hechas
una a una sobre el muslo de un lejano alfarero guaraní. Sus interiores, como
aquellos de las misiones jesuitas, no muestran puertas sino simples cortinas. La
completan un horno de barro, un aljibe y una dependencia para alojar a
parientes y amigos.
No suben… no, se
traban. Ahora sí, continúan…, pero se ha nublado el sol. La guerra del Chaco
entre Paraguay y Bolivia es un desastre que parece sosegar a las fotos y
arrastra su fortuna en auxilio de su patria. Tal ha sido su ayuda, que el comandante
de las fuerzas paraguayas lo condecora tras la firma de la paz, y esa foto
sube…, sube orgullosa arrastrando a las demás como cuentas de un collar.
Ahora se ven los
novios. Parecen muy serios en traje civil, pero mentirosos, solo lo hacen para
posar. Las visitas eran de uniforme y a caballo. Parecían elegantes centauros,
llenos de cueros y bronces brillantes, de botas espejadas y monturas inglesas. Debían
lucir espléndidos para convencer a Don Celestino de entregar a sus hijas a esos pobres
candidatos de la casta militar, siendo aún tan pocos sus galones.
La tía, en una foto
pintada a mano, revela tan rojas las mejillas que parecen arder, y simula ser un
sol en su boda. El abuelo, feliz, “tira la casa por la ventana” y la fiesta con amigos de los tres países recorridos, está llena de anécdotas
y de bailes, de bebidas y de risas en la quinta.
Triste, repaso el
accidente que sacó al abuelo del álbum. Había sido un hombre de barcos y de
trenes, pero la modernidad lo llevó al avión. Éste cayó enredado en cables de
luz a poco de despegar y en el incendio no sobrevivió. En mi mano izquierda
luzco su anillo con un ónix partido en aquel momento. Lo llevo, así como a su
nombre, para recordar a ese antecesor olvidado. Siento alivio cuando se reanuda
el ascenso, pero afligido por aquel duelo, veo pasar las fotos del casamiento agridulce
y resignado de mis padres en Buenos Aires.
Fin, fin, fin… Respiro
desahogado. Ahora su rostro e historia están en ese cielo electrónico que nos
envuelve y podrá ser visto por su descendencia posiblemente durante siglos.
Pese a ello, no me
conformo. Solo quedamos de su estirpe, cenicientos, una blonda prima y yo. Por
eso espero encontrar a esas almas encarnadas
entorno a él, aun las que no llevan su apellido, en aquel otro cielo. Ese donde
la eternidad nos reunirá a todos de nuevo.
Carlos Caro
Paraná, 9 de julio de
2015